domingo, diciembre 14, 2008

La Ménade de Scopas


Hace ya mucho tiempo que no volvía a ver a la Ménade de Scopas, y el otro día en el Museo del Prado tuve la oportunidad de volver a contemplarla. La contemplé como si fuese la primera vez, como si no me hubiese dado cuenta nunca de su explosiva belleza. Su diminuto cuerpo, tan solo 45 centímetros, encierra toda la sabiduría de Occidente, toda la grandeza y la inmortal belleza del mundo griego. Su forma de moverse, de girar, su instantánea y apresurada armonía. Su túnica, apenas rozando su cuerpo en su alocada carrera. Un torso apenas, solo un torso, pero, cuanta grandeza en tan poco espacio. Las Ménades acompañaban los cultos dionisíacos con alocadas carreras, con bailes convulsos y agotadores, con gritos y cantos ensordecedores, con gestos ausentes de toda compostura. Compostura, digo, y si algo faltaba en esas fiestas era precisamente eso. Fiestas donde abundaba el vino y las especias para honrar al dios, y en donde ellas jugaban un papel principal cantando, bailando y portando en su mano una vara terminaada en una piña. Que importantes los cultos mistéricos a Dionisos, donde todo se transformaba y cambiaba de apariencia, donde nada era verdad, o todo era verdad y nada era mentira. Que sabios los antiguos griegos adscribiendo al hombre esa dualidad de serenidad y de locura, de orden y de caos, de realidad y de apariencia. Esa masa que perfectamente mezclada eclosiona en el ser humano, donde, también todo puede ser mentira y nada ser verdad.